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Por Antonio Mérida
Todavía se hace difícil cruzar por la calle de Altozano para llegar a la Gran Vía de Majadahonda y no pararte delante de la librería Altazor a echar un vistazo a las novedades y, sobre todo, curiosear entre las baldas en busca de algunas joyas olvidadas. El cierre de una librería es una pequeña derrota ya no para los dueños, sino para el municipio entero, porque es una joya de la cultura que debería poder sobrevivir compaginando su existencia con la de las espléndidas bibliotecas públicas de las que disfruta la Comunidad de Madrid.
Hoy paso por delante de lo que fue Altazor convertida ahora en una tienda de ropa y recuerdo algunas visitas memorables como la de hace ya unos cuantos años en la que el dueño me insistió en que leyera a James Salter.
-Te tienes que llevar “Quemar los días” me dijo dándome un librito de tapas amarillas con una determinación que impedía cualquier posible resistencia.
-No conozco a James Salter y me da un poco de pereza.
Y entonces casi con furia y desentendiéndose de una madre y su hija que esperaban pacientes para su propia consulta, se desató en tromba:
-Un escritor atípico, formado en la disciplina de West Point, fue piloto de combate con las fuerzas aéreas norteamericanas antes de dejar el ejército y dedicarse a escribir. Pocas veces vas a encontrar páginas tan apasionadas sobre el arte de volar jugándose las pelotas. Te lo digo porque acabo de leerlo otra vez. Salter escribe crudo, sin adornos y te lleva sin respiro de un lugar a otro, de la guerra a Hollywood, de París a Shanghai, de Robert Redford a Shaw, hasta que te sorprendes leyendo con la boca abierta.
Y yo como veía que la señora y su hija se impacientaban, saqué sin más tardanza la tarjeta de crédito y me llevé aquel libro.
Y ya aquella noche estaba disfrutando con algunas descripciones tan brutales como cuando explica la ruina de su padre «Parecía un caballo reventado. Intentamos animarlo a seguir adelante. Sólo iba a tumbarse media hora, decía. Mi madre y yo nos quedábamos en el salón, aplastados por la irrevocabilidad de aquello mientra él yacía en la cama en la ciudad donde se había propuesto triunfar. Durante esos días pronunció dos frases en triste compendio: «Nunca me olvidarán» y «Estoy muerto». Las dos eran ciertas.»
Habla de los grandes personajes de la guerra: De sus encuentros con artistas del cine y escritores como el encuentro en Francia con Irwin Shaw: «Sin saberlo, me descubrió París, fue mi Virgilio, conciso en sus descripciones, irrefutable, aficionado a la bebida. Años más tarde le oí dar un consejo: nunca reverencies a nadie. El no reverenciaba a Europa. Al llegar, tiró su abrigo en el sofá del viejo continente.»
Salter explica la relación con su propia escritura expresada en “la arrogancia del fracaso”. Cuenta que había escrito dos libros pero que su poder residia en que no había conseguido nada y que su fuerza estaba en que su nombre era desconocido.
Se mete en el mundo del cine «Los que me caían mejor eran los productores, quizá porque yo me parecía más a ellos o porque su cometido era tener siempre dinero. Vivían dispuestos a trabajar durante años con la esperanza de un golpe de suerte». Se cuentan anécdotas de las estrellas de cine, se habla del destino , siempre sin grandes adornos ni concesiones. El libro es el susurro de alguien contándote su vida , una compañía animada y espléndida con un solo pero y es que se acaba.
Me acuerdo de este libro que descubrí en esa librería que hoy es historia de Majadahonda y que se despidió sin ruido ni gloria. Y, cuando paso por delante, no puedo por menos que recordar la frase del viejo.Shaw: «Nunca reverencies a nadie». Ni siquiera a James Salter. Ω
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